Monja descubre que es lesbiana estando en un convento

Un testimonio sobre el despertar de la sexualidad juvenil en el peor lugar posible.

A los 18 años, Thaís empezó el camino para convertirse en monja de la Orden Franciscana y en ese periodo descubrió su sexualidad en uno de los ambientes más complicados para una mujer lesbiana. Cuando vi el testimonio emocionante de la ahora sommelier de cerveza de 31 años, Thaís Mariane Antonio, no pude dejar pasar la oportunidad de hablar con ella y registrar su historia. Con mucho valor y sentido de humor, Thaís nos compartió su testimonio.

Mis papás no quedaron muy felices cuando, a los 16 años, les dije que me quería volver monja. Ellos no eran religiosos fanáticos; nadie de mi familia lo era. Tomé clases de catecismo y crisma, algo que es normal en un país católico como Brasil, pero después de eso me empecé a quedar en la iglesia y participé en los encuentros y retiros espirituales. Fue por medio de estas reuniones que conocí la fraternidad franciscana y me di cuenta que ese era el camino que quería seguir por el resto de mi vida.

Mis papás estaban en contra, en especial mi papá, quien se molestó por mi deseo de seguir esta vocación. Esperé hasta cumplir 18 años para finalmente hacer mis maletas e irme de mi casa hacia el convento sin la necesidad de un permiso. Mis ganas de volverme monja venían principalmente de mi voluntad de hacer trabajo social, caridad y poder ejercer el conocimiento que adquirí en mi curso técnico de enfermería que hice paralelo a la escuela preparatoria.

El primer lugar que me mandaron fue Londrina, en el interior del estado de Paraná. Ahí hacía mucho trabajo en las calles, acogiendo a las personas sin hogar y dándoles una oportunidad de bañarse y recomponerse.

En la ciudad, empecé a vivir en el convento, que yo llamaba mi hogar. Era un periodo diferente; usábamos ropa más sencillas, contrario a la imagen popular de la típica monja. No había lujos. Vivíamos de las donaciones, entonces no siempre teníamos carne que comer. Todas dormíamos en el piso, en colchones muy simples, sábanas o placas para separar nuestro cuerpo del piso.

En Londrina, yo no tenía ni idea de mi orientación sexual. Antes de entrar al convento sólo llegué a besar niños. Era bastante inocente. Como todas las mujeres vivíamos juntas, en un periodo que se llamaba noviciado —que es la primera etapa para consagrarte en la Orden Franciscana— fue inevitable que formáramos amistades fuertes y sentimientos cariñosos. Yo no tenía ninguna idea, pero tal vez fue ahí donde se manifestaron las primeras señales. Tenía una u otra amiga que quería tener más cerca, y sentía celos de su amistad con otras chicas y unas ganas inmensas de estrechar los lazos del afecto. Nunca pasó de eso en aquella época. Aunque sólo hubiera sido un lazo de amistad, este tipo de sentimientos se trataba con franqueza en el convento, como un defecto que se necesitaba superar. Además, cualquier sentimiento que estuviera ligado al sexo, obviamente, era tratado como un tabú y un pecado de tentación.

Terminando este periodo de experiencia, me mudé a otra casa en Jaú, en el interior del estado de Sao Paulo. Ahí tuve mi primera experiencia lésbica con una hermana consagrada. La verdad, fue ahí que empecé a cuestionarme por qué empezaron a florecer mis sentimientos.

No ocurrió nada de lo que se están imaginando. Como dije, la vida en el convento no tiene lujos y nosotras dormíamos en el piso. Como era normal tener amistades, no era algo descabellado dormir cerca de la hermana que mejor te caía. En una de esas noches, mi mano tocó la de mi hermana y nos hicimos cariños. Fue confuso y tal vez lo que me salvó era que teníamos una serie de oraciones que recitar y muchas veces tenía que despertarme en la madrugada para ir a rezar a la capilla. Aquello puso fin a esos cariños, que no pasaron de ahí, y creo que fue lo que me salvó en aquel momento. Pero ya no podía volver atrás, porque ya había empezado a cuestionarme.

Aún con la confusión de por medio, me guardé todo y decidí continuar viviendo mi vida en el convento. Tal vez no era nada, tal vez era una fase. De cualquier forma, yo no tenía idea de lo que significaba y en ese ambiente la última cosa que teníamos era información sobre sexualidad. El tema es tratado como algo prohibido y nadie hace otra cosa que reprimirlo. No existía la posibilidad de hablarle con alguien y tratar de entender lo que me estaba pasando. No tenía a nadie con quién compartirlo.

Después de esa hermana, hubo otras. El mismo cariño. Sin besos, ni cualquier tipo de insinuación más obvia. Pero claro, ese cariño me dejaba caliente y entonces me daban ganas de hacer algo más. Aun sin saber que sería ese "algo más".

Me quedé en Jaú un año. Tuve una amiga muy cercana y querida y nutrimos ese tipo de afecto confuso y peligroso. Cuando me tuve que ir a Contagem para seguir el postulantado, nos tuvimos que separar y quedé muy mal.

Esa separación y el dolor que provino de ella fue tratado como algo normal por las hermanas y la superiora. Una especie de apego a la amistad. Incluso te separaban de tus amigas pensando en eso. Pero era un círculo vicioso, porque así te mudabas a otra misión y encontrabas a otra persona que fuera a suplir ese sentimiento.

Volví a Contagem después de mis vacaciones y luego me transfirieron a Campos de Goytacazes (Río de Janeiro). Allá tuve varios crushes y por primera vez hubo un besito. Mismo esquema: de noche, una cerca de la otra, cariños y luego hubo un besito. Pero la hermana quedó muy, muy mal. Yo también, aunque menos y hasta tuve un poquito de felicidad. Pero esta mujer estaba cerca del noviciado, la última fase antes de hacer los votos y volverse monja definitivamente. Cualquier cosa podría comprometer sus próximos pasos.

Lo chistoso es que después de ese besito, compartí ese mismo afecto con otras chicas. Cuando tienes ese afecto con una hermana en la misma 'jerarquía' que tú, mucha gente te critica. Cuando la tienes con una hermana ya consagrada, o sea, en una fase 'arriba' a la tuya, era mucho más tranquilo. Hasta te conseguías algunos privilegios como ir a rezar con ella, ir a la misa en el mejor horario, y cosas por el estilo.

La verdad, el ambiente del convento siempre depende de la superiora de la casa. Si ella es más rígida, todo va a ser más difícil, represivo y fastidioso. Cuando ella es más comprensiva, existe esa posibilidad de que te puedas acercar a la hermana que mejor te cae. La superiora en Campos de Goytacazes era así.

De hecho, en la misión de Campos pasó algo curioso. Al parecer una hermana salió con un niño de la casa de los frailes. Los hombres y las mujeres se juntaban para cuidar el templo franciscano de la ciudad y en una de esas idas una amiga vio a una hermana con un tipo de allá. Era muy común acusar a tus hermanas con la superiora si veías algo. Era como una autoafirmación de que estabas haciendo lo adecuado, siguiendo el camino correcto. Yo nunca acusé a nadie.

Después de Campos, pasé a vivir en un convento en Santos (Sao Paulo) para ser noviciada. Casi me negaron por esos desplantes de afecto. Como quería mucho ir al noviciado, empecé a alejarme de las otras hermanas y excluirme para evitar cualquier sentimiento de ese tipo. Para mí, esa era la única solución.

Pasé seis meses en Santos. En las primeras semanas teníamos una cosas que se llamaba "divisoria". Era básicamente una conversación frente a frente donde todos se sentaban a hablar y luego había una conversación individual con la superiora. En mi plática con ella, le conté mis conflictos y le dije que no sabía qué hacer sobre estos sentimientos. Pero la superiora no sabía qué hacer tampoco, nadie sabía. Un detalle importante para que entiendan mejor es que no había mucha diferencia de edad entre las hermanas. La hermana en el aspirantado no era tanto más chica que la hermana noviciada que no era tanto más chica que la hermana superiora. Lo que hacía la diferencia era que la hermana superiora ya llevaba años en el convento. Aun teniendo una diferencia de edad tan cerrada, la superiora no entendía mis aflicciones.

Lo gracioso era cuando nos teníamos que confesar con los padres. Ellos lidiaban con nuestros afectos y confusiones con mucha más tranquilidad y naturalidad. Una amiga mía incluso me contó que le confesó sus sentimientos al padre, y que el padre le aconsejó que no le contara a la hermana superiora.

Normalmente, cuando una hermana le llevaba ese tipo de problema a la superiora, según lo que yo sé, era costumbre llevarla para que le dieran ayuda psicológica y una cura interior: una cura para la homosexualidad. No sé por qué, pero a mí nunca me hicieron nada.

Traté de aislarme lo más posible, pero era físicamente imposible porque todas estábamos conviviendo juntas 24 horas al día. En eso, terminé acercándome a una hermana y terminaron pasando los mismos cariños que evolucionaron en besos y un toqueteo inocente. ¡Cosas de Dios!

Nosotras nos quedamos juntas mientras la hermana superiora estaba de viaje. Cuando ella volvió, le conté todo y le dije que quería irme. Así de simple. Al principio me ofreció una terapia, pero desde ese punto mi vida y la de la hermana con la que salía se volvieron un infierno. Después de eso, siempre había dos hermanas vigilándonos. Hasta que la hermana con la que andaba se hartó y decidió marcharse.