Durante los sesenta, los hombres norteamericanos tenían una meca: la Mansión Playboy. Ser recibidos en la casa de Hugh Hefner prometía todo tipo de placeres. Caminar entre las copas de champagne, entablar conversación con alguna celebridad del mundo del cine, de la música o del deporte, conquistar alguna de las conejitas. La atmósfera estaba dominada por el espeso humo azul de los cigarrillos. La banda de sonido la proporcionaba un trío de jazz que tocaba casi sin interrupciones.
Doug Cramer era un ejecutivo televisivo de la ABC. Cuando ingresó a la Mansión creyó que de esa velada le quedarían historias que podría contar durante décadas, que sus amigos lo envidiarían, que estaba en el lugar en el que todos querían estar. Pero, mientras se metía en clima, y procuraba iniciar un diálogo con alguna de las jóvenes que se paseaban por ahí, le sorprendió que todos los hombres centraron su atención en una pared.
Allí contra una gran pantalla comenzó la proyección de viejos seriales de los años cuarenta. Pasaron varios de Batman. El público dejó de prestar atención a todas las tentaciones que los rodeaban y se concentró en las historias del superhéroe. Pero no eran espectadores pasivos. Tal vez ayudados por el alcohol (y la excitación), vivaban a Batman cada vez que aparecía y abucheaban a los villanos. Cramer vislumbró que en esas reacciones había algo que él podía trasladar a su pantalla.
Al día siguiente compró todos los comics de Batman que encontró en el kiosco. Otro productor, William Dozier se empecinó a llevar adelante el proyecto. Desde el principio su idea original era imprimirle un tono de comedia a las historias. Pero los ejecutivos de ABC preferían que el foco estuviera puesto en el costado detectivesco y deductivo del superhéroe, al fin y al cabo, carecía de súper poderes.
Una de las claves para que el programa tuviera buen rating era encontrar el actor que pudiera ponerse en las calzas del hombre murciélago. El elegido resultó Ty Hardin. El actor había sido descubierto por John Wayne y después había protagonizado durante cuatro años, de 1958 a 1962, Bronco, un western televisivo de moderado éxito.
Luego siguió su carrera en Europa. Quería dar el salto al estrellato cinematográfico y aceptó varios Spaghetti Westerns. A esta altura sabemos que su suerte no fue la misma que la de Clint Eastwood. Cuando le ofrecieron Batman, no aceptó y prefirió actuar en Pampa Salvaje, remake de Pampa Bárbara, también dirigida por el argentino Hugo Fregonese con guión de Homero Manzi y Ulises Petit de Murat. Con Robet Taylor a la cabeza la película fue rodada en España (¿habrá querido inaugurar el género del Mate Western?). Hardin no demostró un gran ojo para elegir proyectos. El mismo año rechazó la serie de Batman y Por un Puñado de Dólares de Sergio Leone.
Entonces fueron en busca de un actor al que veían en una propaganda de la chocolatada Quick. Adam West era elegante, de buen porte y parecía impasible. En la publicidad televisiva era el Capitán Q. Tenía una gorra de marinero y como una especie de James Bond algo chambón se salvaba de caer en una trampa en el piso, de una explosión y se lanzaba (con la caja del producto en la mano) por una ventana, casi en un anticipo de su descenso por el Batitubo. Todo eso lo hacía sin despeinarse casi sin ningún gesto más que una sonrisa entre irónica y divertida.
Los productores llegaron a un rápido acuerdo con West. Él no había tenido demasiada fortuna hasta el momento. Sólo había interpretado pequeños y esporádicos papeles en otras series. Estaba todo cerrado cuando lo llamaron para una prueba de cámara. Al llegar, su ánimo se desmoronó. Vestido con otro traje igual de ridículo que el suyo estaba Lyle Waggoner, un actor con más fama y recorrido. Los productores no le habían dicho que todavía debía competir contra alguien.
Waggoner (que luego actuaría en The Carl Burnett Show y en La Mujer Maravilla, pero cuyo mayor logro profesional terminó siendo el de convertirse en el primer poster central de la revista Playgirl) hizo dupla con Peter Deyell. El compañero que le tocó a Adam West fue un joven de baja estatura y gesto ingenuo llamado Bert Gervis.
A ese joven alguien le avisó que estaban buscando a un actor como él para una nueva serie. Amante de las historietas, enloqueció cuando supo que iba a audicionar para Batman. Creyó que sus posibilidades eran buenas. Era chiquito, parecía tener menos años de los que tenía, mirada inocente y era muy ágil. Las condiciones para un Robin perfecto. Pero después se dio cuenta que las expectativas de quedarse con el rol no eran muchas. Una cuestión estadística: se presentaron 1100 candidatos. Cuando se enteró de este dato, decidió archivar sus ilusiones. Demasiados contendientes. Pero llegó el llamado de los productores. Debería enfrentar una prueba de cámara definitiva. Junto a él estaba uno de los candidatos a interpretar a Batman, Adam West. A esa altura, el futuro joven maravilla, ya había cambiado su nombre por el de Burt Ward.
Adam West tenía miedo. No le temía al fracaso, ni al ridículo. Hacía años que cosechaba rechazos y esta era su mejor oportunidad. Lo que le preocupaba era el éxito y la leyenda de Hollywood sobre los actores que interpretaban a héroes. La locura o la desgracia se abatía sobre ellos. Dos perfectos ejemplos: Johnny Weissmuller y George Reeves.
Los directivos de la emisora seguían teniendo dudas, pero hubo un punto de no retorno. La construcción de la Baticueva y del Batimóvil habían sido tan caros que había que probar el producto en pantalla, buscar de alguna manera recuperar la inversión. Hicieron algunas pruebas antes de emitirlo al aire y todas dieron resultados desastrosos: el público no sabía si lo que veía era en serio, se trataba de una parodia o los creadores habían errado el tono. Los pronósticos eran (muy) pesimistas.
El estreno se fijó para el miércoles 12 de enero de 1966. Eran dos capítulos por semana. Miércoles y jueves a las 19.30 hs.
“Uno actúa, dice sus líneas y tal vez entre una escena y otra pasan horas. Así se pierde perspectiva. El día que emitían el primer capítulo nos dejaron salir antes de la grabación para que lo viéramos en nuestras casas. La expectativa era enorme. Cuando vi la presentación, me vi dibujo, vi esos colores y escuché la música no podía creerlo. Luego estaban las peleas, los carteles con las interjecciones. Supe que teníamos un éxito, que mi vida había cambiado”, contó Ward en su libro de memorias Boy Wonder. My life in tights (Joven Maravilla. Mi vida en calzas).
Al escuchar los primeros acordes, uno ya podía adivinar que lo que seguía no era algo habitual. La música de Neil Hefti, el Batman Theme, trae reminiscencias de las series y películas de espionaje, pero con aires de guitarras surferas, y cada tanto, siempre en el momento exacto, aparece el coro recordándonos el nombre de nuestro superhéroe. Los títulos de apertura corren mientras en el Dúo Dinámico (podría ser el Duro Dinámico por la rigidez de sus movimientos) corren y se pelean, con onomatopeyas incluidas, en dibujos animados de colores lisérgicos.
La serie fue un éxito inmediato. Ese nuevo lenguaje dio de lleno con el tono de la época y con su público: la familia veía televisión reunida en casa donde sólo había un aparato que solía ocupar el centro del living. Ella, la televisión, aglutinaba a su alrededor y Batman les hablaba a todos los integrantes. Y los divertía. ¿Era una serie medio tonta? ¿o era demasiado solemne? Nadie lo sabía demasiado bien. El camp en horario central.